“El amor de Cristo no nos deja escapatoria” (2 Co 5, 14)
Me llamo Clara, nací en Colombia y estoy en el monasterio desde enero de 1999.
Echar un vistazo atrás y recordar cómo ha sido la historia de la vocación, necesaria y obligatoriamente me hace reconocer la evidente acción salvadora del Señor en cada acontecimiento de mi vida: con mi familia, en los estudios, en el trabajo, con los amigos, los novios; en las dificultades así como también en las alegrías…etc. Cada momento está marcado por la predilección y amor a fondo perdido que Dios Padre manifiesta a cada ser humano y en concreto, a mí personalmente.
No obstante, descubrir dicha predestinación es fruto de la gracia de haberme encontrado muchísimas veces con el amor de Cristo en medio de mis pecados, miserias, limitaciones, rebeldías, y experimentar que ciertamente Él me ha amado tal cual soy.
Esta experiencia surge como consecuencia del encuentro con Cristo vivo y resucitado por medio de la Palabra celebrada y vivida en comunidad. Sí, mi vocación nace en mi parroquia en Bogotá, en el seno de las comunidades neocatecumenales: ésta realidad eclesial, me “pilló” cuando estaba atravesando un largo periodo personal marcado por mis proyectos “cortos” de felicidad, el sinsentido, el vacío profundo, la incredulidad, la persecución y el alejamiento total de la Iglesia Católica, el consumismo propio de nuestra sociedad, en pocas palabras: el querer “ser” feliz, “estar” bien y “poseer” mucho. Perdida intentando buscar todo esto, me ha atrapado el Señor y allí ha ido reconstruyendo mi historia, sanando mis heridas y desvelándome poco a poco la llamada a la vida contemplativa.
¿Cómo lo fui intuyendo? A lo largo de esos años de vivencia de la fe en comunidad y a través de la liturgia, fui descubriendo lentamente que mi vida no estaba llamada a seguirla gastando sólo en mí y para mí. Hubo dos acontecimientos que marcaron decisivamente los caminos del Señor: el primero fue que una de mis catequistas marchó a un convento de clausura fuera del país y esto era como si se me abriera la puerta a otro mundo o el cielo (yo no sabía que existía esta forma de vida). Seguidamente, la Palabra del canto de una convivencia de inicio de curso del año 1997 (“Caritas Christi”) consolidó lo que el Señor paulatina y pacientemente había estado insinuándome: el amor de Cristo me urgía cada vez más a abandonar lo que era nada, para ganar al que lo es Todo en todos. Por mucho que intentaba evadir esta certeza con los estudios o conociendo chicos, no surgía nadie o por el contrario, las cosas no funcionaban. Entonces, ya me era imposible negar lo que resultaba obvio: Cristo me llamaba a vivir sólo de Él y para Él. ¡Sí, busqué el amor del alma mía, lo busqué sin encontrarle; encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás!
El primer “choque” es con una misma al comprobar que la voluntad del Señor no se parece ni un poquito a la propia, me resultaba absurdo e imposible, pero era más apremiante el amor de Cristo, que sentía no me dejaba escapatoria. Así, luchando contra mis propios razonamientos y yendo contra corriente, después de un proceso de discernimiento vocacional me rendí y decidí “echar las redes en el nombre de Jesús”, “olvidando lo que dejé atrás y lanzándome a lo que está por delante”, “olvidando mi pueblo y la casa paterna” he llegado a la tierra que me tenía prometida: el Real Monasterio de Santa Ana.
Recuerdo las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, en la vigilia que tuvo con los jóvenes en la peregrinación a Tierra Santa, en Marzo del 2000, les dijo: “En realidad es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad, es Él quien os espera cuando nada os satisface de aquello que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae, es Él quien os provoca con aquella sed de radicalidad que no os permite adaptaros a fáciles acuerdos; es Él quien os empuja a deponer las máscaras que falsifican la vida, es Él quien lee en vuestro corazón las decisiones más verdaderas que otros quisieran sofocar…Solamente Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, el Verbo eterno del Padre nacido hace dos mil años en Belén de Judea, es capaz de satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano. ¡Sí queridos jóvenes, Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama también cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo que Él espera de nosotros.”
Estas palabras del Papa las veo también ahora cumplidas en mi vida “escondida con Cristo en Dios”: durante estos años en el Monasterio, el ahondar en la conciencia de la gracia recibida a través del conocimiento de la persona de Jesús ha arraigado en mí la certeza de que “sus promesas superan su fama” (sal 138). Nada ha sido absolutamente imposible pues no ha sido en mis fuerzas, día tras día he intentado responder al Señor desde mi limitación en lo pequeño y cotidiano que constituye nuestra forma de vida: liturgia, oración, formación, comunión fraterna, trabajo y los oficios domésticos.
Esta forma de servicio a la Iglesia (“sostenedora de los miembros vacilantes”, Santa Clara) y a todos los hombres a través de una oración continua de alabanza es ante todo, cumplimiento de todas sus promesas de felicidad para mí: por medio de la consagración religiosa, Jesús ha colmado los deseos de mi corazón de mujer.
Ha sido todo un caballero y he recibido mucho más de lo que mi imaginación hubiera podido soñar. La certeza de su amor gratuito e incondicional además de su fidelidad, me han permitido superar los dificultades propias de la naturaleza humana (que se resiste ferozmente) y de cualquier vocación y mantener los “ojos fijos en Jesús”.
¡Sí! Esta gracia del seguimiento vale más que la misma vida: a veces pienso en todo el tiempo perdido en tantas cosas que no salvan. Sin embargo, el Señor tiene su tiempo para cada uno: ahora estoy aquí y soy feliz (¡claro, con la cruz de cada día!).
Desde esta progresiva conciencia de la vocación como gracia concedida para ser vivida en fraternidad, estreno cada día el amor, la libertad y el precioso don de la vida (más aún el de ser y existir sólo por, para y desde Dios) unida a mis hermanas de comunidad, ofreciéndonos a Él “como muertos retornados a la vida” y “nuestros miembros como armas de justicia al servicio de Dios” (Rm 6,3), procurando hacerlo todo desde una profunda actitud de gratitud, abandono y confianza en el Señor, pidiendo por todos los hombres para que “os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cual es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios” (Ef 3, 16-19).