Queremos compartir con todos vosotros el enlace donde podéis ver las fotos de la profesión de Inés (en la sección Galería) o pinchando aquí.

Os invitamos también a leer la homilía pronunciada por nuestro hermano menor, fray Emilio Rocha, quien presidía la Eucaristía:

“Cuando con toda la Iglesia celebramos con gozo la solemnidad de Todos los Santos, os invito a dar conmigo gracias a Dios “porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Una misericordia que hoy vemos claramente manifestada en nuestra hermana Sor Inés (Agnieszka), elegida por Él para hacer de toda su vida un himno de alabanza a Dios y un “signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor” (Vita Consecrata n. 59).

Un día, por pura gracia, sor Inés sintió en su corazón la llamada de Dios a amarle plenamente y brotó en ella el deseo de entregarse totalmente a Él, haciendo suyas las palabras de nuestra hermana y madre Santa Clara: “Dichosa, en verdad,  aquella a la que se le  ha dado apegarse con todas las fibras del corazón a Aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales; cuyo amor enamora, cuya contemplación reanima, cuya suavidad colma y cuyo recuerdo ilumina suavemente” (4CtaCl, 9-12). Y es que, la llamada vocacional a Agnieszka, que tiene su origen en el amor, absolutamente gratuito de Dios, es una llamada a vivir totalmente centrada en Dios.

Hermanos, la vocación a la vida contemplativa es un regalo inmerecido. Y Dios espera que quien lo recibe, lo acoja y responda con la entrega de la propia vida o, sirviéndonos de las palabras de santa Clara: “amando totalmente al que totalmente se ha entregado por nuestro amor” (3CtaCl, 15). De ese amor brota el deseo de la plena comunión; ésa que santa Clara pide a sus hermanas: “mira atentamente, considera, contempla, con el deseo de imitarle, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres, hecho para tu salvación el más vil de los hombres” (2CtaCl, 15) y también “Si sufres con Él, reinarás con Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes en el esplendor de los santos” (2CtaCl, 21).

Agnieszka ha escuchado en el silencio de su corazón, como dirigidas personalmente a ella, las palabras del salmo: “Escucha hija mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante Él, que Él es tu Señor”. Y ella, lo mismo que la Virgen María cuando escuchó las palabras del ángel, ha respondido: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra” (Lc. 1,38).

Sabemos bien que no todos pueden entender esto; y no es extraño. La vocación a la vida contemplativa tiene mucho de excepcional y es, por tanto, muy difícil que pueda comprenderla nuestra cultura, en la que sólo se valora lo que podemos palpar con los sentidos y tocar con nuestras manos. Para entender la vocación a la vida contemplativa hay que adentrarse en la senda de la fe. Y, por este camino, descubrir que si somos criaturas de Dios y Dios es la fuente del amor y de la vida, cuanto más directa, más prolongada y más íntima sea nuestra relación con Él, tanto mayor será nuestra felicidad y más fecunda será nuestra existencia.

Para quien cree que la felicidad sólo consiste en la posesión egoísta de bienes materiales esta vocación es una locura. Sin embargo, para quien vive en la fe, para quien ha conocido a Jesucristo y ha descubierto en Él la perla preciosa y el tesoro escondido, esta vocación es simplemente maravillosa, y se convierte en un signo del amor absoluto de Dios que ayuda a que la Iglesia, llamada también ella a la santidad, pueda descubrir cuál es su meta. “Las comunidades contemplativas– nos dice san Juan Pablo II –puestas como ciudades sobre el monte y luces en el candelero (cf. Mt 5,14,15), prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina la entera comunidad eclesial que, entregada a la acción y dada a la contemplación, se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la Iglesia se manifieste gloriosa con su Esposo y Cristo entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad para que Dios sea todo en todo” (VC 59 c).

Sólo una gracia especial de Dios, como la que ha recibido Agnieszka, puede hacer posible este deseo íntimo de unión exclusiva con Dios, renunciando a muchos bienes terrenales y a muchos amores humanos. Sólo un amor muy grande, un amor y un gozo que supera todos los amores y gozos de este mundo, puede explicar unas renuncias tan grandes. Es un amor que llena de dicha y que queda marcado de forma indeleble en el corazón.

Ciertamente cuando uno se siente tocado por esta gracia divina no hay fuerza humana que pueda contenerla. Eso es lo que le sucedió a Santa Clara cuando, a los dieciocho años, en aquella noche memorable del domingo de Ramos del año 1212 huye de la casa familiar, donde le esperaba un porvenir muy brillante, y se lanza sin titubeos a una aventura, que a los ojos del mundo era descabellada. El descubrimiento del evangelio, predicado por Francisco de Asís cautiva su corazón y llena su vida de una inmensa luz. A partir de aquel momento, toda su existencia queda sumergida en el Amor a Cristo, pobre y crucificado, viendo cómo esa unión con el Señor la transforma. Hablando de su propia experiencia, esto es lo que dice ella misma a santa Inés de Praga: “Coloca tus ojos ante el espejo de la eternidad, coloca tu alma en el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en Aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen de su divinidad. Entonces también tú experimentarás lo que está reservado únicamente a sus amigos y gustarás la dulzura secreta que Dios ha reservado, desde el inicio, a los que ama” (3CtaCl 12-15).

Todo esto tendrá su concreción dentro de un momento, cuando Sor Inés, después de pedir a Dios, por medio de Jesucristo, el don del Espíritu Santo y sostenida por la intercesión de la Virgen María y la de todos los santos, prometerá a Dios Omnipotente vivir en castidad, sin propio, en obediencia y en clausura.

– Vivir en castidad. Es la proclamación de que Dios es el único centro de su corazón; sólo Él es capaz de colmar plenamente su capacidad de amar y ser amada; sólo Él puede llenar de sentido todas las fibras de su existir. Por eso, con todas las fuerzas que brotan de un corazón enamorado no quiere tener otro esposo que al Señor crucificado y glorioso. Como dicen bellamente las CC.GG. de la Orden: “La castidad consagrada es la expresión del amor esponsal al mismo Redentor. De este modo, las hermanas evocan ante todos los fieles aquel maravilloso desposorio fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo único a Jesucristo” (CC.GG. 25).

Cuando una hermana se consagra al Señor, no renuncia a amar, sino a una de las formas o lenguajes posibles del amor, capacitándose para acoger en plenitud el don de Cristo y comunicarlo con generosidad: “La castidad consagrada, al liberar el corazón de las hermanas y prepararlo para un amor absoluto y universal, fomenta el amor fraterno y se convierte en su signo…” (CC.GG. 27).

– Vivir sin propio. Reconociendo que su gran tesoro es Dios y su amor, siguiendo a Jesucristo pobre y crucificado, y no queriendo nunca ser más que su Maestro, las hermanas desean trabajar con sus manos, vivir pobremente y compartir con los hermanos más necesitados los frutos de su trabajo. El camino de la pobreza que abrazó santa Clara le conduce a ella y a sus hermanas a liberar el corazón de todo apego terreno, disponiéndolas plenamente para la acogida contemplativa de Cristo y del reino de Dios (cf. CC.GG. 34).

– Vivir en obediencia. Pendiente día y noche de la voluntad siempre amada de Dios, para no dar ni un solo paso fuera de ese designio de amor. La obediencia de Agnieszka es la misma del Señor Jesús. Él por obediencia a la voluntad del Padre se entregó hasta ofrecerse a la muerte de cruz, alcanzándonos por su actitud obediente el perdón de los pecados y la comunión plena con su Padre Dios.

Sor Inés, reconociendo la vida fraterna como el lugar privilegiado para discernir y acoger la voluntad de Dios entabla con las demás hermanas un diálogo precioso para descubrir la voluntad del Padre, reconociendo en la abadesa la expresión de la paternidad materna de Dios, de modo que en una comunidad de clarisas, la autoridad se ejerce al servicio del discernimiento y de la comunión y la obediencia es el modo de acoger el designio salvador de Dios (cf. VC 91 y 92).

– Vivir en clausura. Aunque las formas externas concretas han cambiado mucho a lo largo de los siglos, la clausura ha formado siempre parte como algo propio de las diversas formas de vida contemplativa que han ido surgiendo en la Iglesia. Mucho más que una norma de carácter ascético o disciplinar, “la clausura de Santa Clara y de sus hermanas nace del deseo de amar sin reservas a aquél que se nos ha dado totalmente por amor… Clara quiso elegir, en la más amplia libertad de los hijos de Dios, una forma de vida entregada solamente a Cristo y a las cosa de arriba” (CC-GG. 47). Para esto, las clarisas hacen del recinto del Convento el lugar privilegiado para su encuentro amoroso con Aquel que ha seducido su corazón y al que Santa Clara canta apasionadamente en sus Escritos. Hoy, día de su profesión sor Inés puede, ciertamente, decir las palabras que San Francisco dirige a santa Clara y a sus hermanas en el monasterio de S. Damián: “que no busca la vida de fuera, porque la del espíritu es mejor”  (ExhCl 3).

-Y todo ello, viviendo en una comunidad de vida fraterna. Reconociendo en todas y cada una de las hermanas que  Dios ha puesto a su lado en este convento de Santa Ana, un regalo precioso y un estimulo para su fidelidad. Las hermanas, no son simplemente testigos del acto que Agnieszka se dispone a realizar. Las hermanas son simultáneamente compañeras de camino, estímulo a la fidelidad, apoyo en la dificultad, palabra de corrección en el error y coherederas del mismo Reino.

– Orientando toda la existencia desde la oración, desde el encuentro personal con el Señor; haciendo  de Él en todo momento y circunstancia el centro afectivo y efectivo de su vida; para, desde ahí, sentirse “cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable que caen” (3CtaCl 8).

La vida contemplativa de las monjas clarisas es un gran don para la Iglesia. Su modo de vivir nos está recordando a todos los cristianos –muchas veces enredados y agobiados por las ocupaciones diarias y por la seducción de las cosas terrenas–, que nuestra vocación es la santidad y que sólo en Dios encuentra el hombre la verdadera alegría y la paz del corazón.

El mensaje de Santa Clara sigue estando hoy muy vivo entre nosotros. Y la profesión de sor Inés es un signo evidente. La Santa de Asís nos invita a dejar que Dios llene totalmente nuestras vidas: que Jesucristo, en quien se ha manifestado la gloria y el amor divino, sea el centro de nuestra existencia; que Él lo llene todo, para poder encontrar en Él todo lo que el corazón humano desea, de modo que Jesucristo se convierta para nosotros en fuente de alegría incesante.

Quiero terminar estas palabras como las empecé: dando gracias a Dios por la llamada especial que el Señor ha hecho a Sor Inés y por su generosidad en la respuesta; damos gracias también a Dios por sus padres que ofrecen al Señor el sacrificio de entregar a su hija para su servicio y alabanza de su gloria. Tened la seguridad de que Dios os recompensará con el ciento por uno, participando con ella en su felicidad y en la alegría de darse por entero al Señor.”